Esbozo biográfico



Nació en Aitona un frío día invernal: el 29 de diciembre de 1811.¡Bienvenido el séptimo hijo de los Palau-Quer! El mismo día recibió el bautismo. Por algo sus padres eran profundamente creyentes. Francisco aumentó el bullicio familiar, quiso mucho a sus hermanos, fue alumno aplicado, jugó con los niños de la villa. Con su padre cantaba en el coro parroquial. Lo peor fueron aquellos años nefastos de la ocupación francesa. Escaseaba el alimento y la esperanza, porque lo mejor se lo llevaba la soldadesca y abundaba el odio, el deseo de venganza hacia ellos.

El niño fue creciendo. Como el maestro aconsejó a la familia cuidar su formación porque era muy capaz, se trasladó con su hermana Rosa a Butsènit. Época de significativas opciones fue ésta para Francisco: incrementó su cultura y probó, en el seminario, si lo suyo era el sacerdocio. Por fin, tomó la decisión más acertada: el Carmelo de Teresa. En Barcelona y en el convento de las Ramblas inició su itinerario como carmelita. Destacó por su interés y coherencia. La revolución (1835) le expulsó de su querido convento, al que ya no volvería. Antes de dar con sus huesos en la cárcel se fotografió en algún gesto: atento a los más desvalidos -aún corriendo el riesgo de jugarse la vida- y una perfecta simbiosis de fe y audacia.

Inició su vida de exclaustrado entre los suyos: convivió con su familia, ayudó al párroco, escuchó incontables confidencias de sus conocidos, les orientó y oró mucho: por todos y por todo. La Cueva de Aitona fue testigo de su profunda comunión con el Dios de su existencia. El sacerdocio (1836) y las misiones populares, a lo largo y ancho de Cataluña, dilataron y cualificaron su vida interior.



En 1840 el ambiente socio-político era anticlerical hasta la persecución. Por ello, a sus 29 años, Palau se exilió a Francia. Allí permaneció 11 años. Pronto huyó del campo de concentración, donde se fraguaban las intrigas políticas. Buscó lugares para vivir desde lo mejor de sí mismo (Galamús, S Pierre de Livron, Cantayrac). Seguía los acontecimientos de su patria, se solidarizó con los proyectos del Papa, escribió, oró. Su fama de sacerdote ejemplar se propagó por el entorno y la gente acudía a exponerle sus cuitas. No tardaron en sumársele grupos de mujeres y hombres que querían vivir el evangelio como él.



Envidias, rivalidades y otras malas hierbas motivaron la vuelta a su país. Recaló en Barcelona. Los seminaristas, los barrios marginales y la Escuela de la Virtud acapararon lo mejor de su atención y energías en el transcurso de estos años. La Escuela de la Virtud fue un esbozo de su intuición sobre el misterio de la Iglesia. En eso quedó, en esbozo. La difamación se cebó de nuevo sobre él y lo confinaron a Ibiza: prisión, por antonomasia, del Estado. Corría el año 1854 y él contaba 43 años.


Allí permaneció seis interminables años dedicado a orar, a predicar, a contagiar su experiencia espiritual, a atender a quienes requerían su consejo. Mimó el santuario mariano que él mismo erigió en Es Cubells. Aunque solicitó su libertad hasta a la mismísima reina, contemplaba su injusta situación desde el lado positivo. Por ello buscaba, soñaba. Palau fue un empedernido buscador y soñador. Sí, buscaba el núcleo de su vocación, lo más auténtico de ella y soñaba vivir y morir para ese descubrimiento. Y es que lo intuía como concreción del mismo Dios.



El Vedrá, lugar de profunda contemplación

1860, marcó el ecuador en su recorrido vocacional. Ya nada sería como antes. Descubrió, en la catedral de Menorca, que el foco de su llamada era el Dios de los hombres y los hombres de Dios. Inseparables: el misterio de la Iglesia. Y con este descubrimiento, arraigado en el corazón, su sueño cristalizó en realidad. Soñó contagiar este gran misterio y servirlo de forma incondicional y duradera. Por ello soñó con unas hijas que prolongaran, a lo largo de la historia e injertaran en diferentes culturas, este tesoro descubierto por él, como carisma, y enriquecido por ellas como legado y experiencia. Y así fue. Alumbró, el Carmelo Misionero que recogió la antorcha, como regalo del mismo Dios. Y a lo largo de su andadura lo va enriqueciendo, con numerosos matices.

Palau, consagrado a difundir la palabra de Dios -desde el púlpito, los medios de comunicación, su obra escrita, las misiones populares etc.-, a atender a los indigentes y a acompañar a sus hijas en los albores de su trayecto como Familia escuchó la llamada definitiva a encontrarse con su Amada. La acogió con gozo. Para la Iglesia había vivido y por ella estaba dispuesto a morir. No obstante siempre esperó otro escenario para este trance. De ahí que en los últimos momentos, se le escapara una queja: Dios mío me has cambiado la suerte. Ocurrió a sus 61 años, en Tarragona. Amanecía el 20 de marzo de 1872.


Hora en el mundo